El domingo falleció la gestora cultural Gabriela Borioli, tenía tan solo 56 años. Sus restos fueron velados en Casa Despontin de Avenida Hipólito Yrigoyen e inhumados en horas de la tarde del mismo día.
Borioli, la mujer de los mil oficios y todos bien hechos, todos desarrollados con inmenso amor y entrega.
Una de las cosas que más destacaba a Borioli era su hacer incansable en las áreas en las que le tocó actuar, en todas tocó el alma de la gente con quien trabajó o a las que educó. Sí, porque una de las tareas que mejor hacía Gabriela era la docencia, con su impronta, su potencia y su paciencia infinita a las camadas de alumnos de Gestión Cultural que dictó en la Secretaría de Extensión de la Facultad de Ciencias Económicas de Córdoba.
Leona brava y hardcore, hoy la Borioli nos dejó.
Estoy atónito y el hueco que acaba de hacerse en Córdoba es un cráter que aspira los ánimos de muchísimas personas. ¡Ea cordobeses, lárguense a llorar!
Gran escritora, no accederemos a sus textos porque no los publicó. Ni volveremos a escucharla cantar porque no se grabó. Dedicada al arte de los otros de manera comprometida, fue una pionera de la gestión cultural.
Recuerdo perfectamente el día que la conocí, en 1998. La iban a contratar para “hacer prensa” de un espectáculo dirigido por Cheté y protagonizado por Walter en el España Córdoba. Entró -a lo borioli-, con ánimo feroz para ser entrevistada por Salzano. Unos meses más tardes conocí a su papá y entendí todo.
José Scangarello y yo observábamos, a una distancia prudente, su admiración por el viejo y, a la vez, como lo peleaba. “Una fiera fuera de la jaula” fueron las palabras de José.
Es que, les voy a dar un dato, la Gabi entraba con vos a una inauguración, concierto, o conferencia y quería pelear con un 50% de los asistentes. Conseguía, habitualmente, el 25% de personas bardeadas. Estuve ahí y la ví blandir su ferocidad inclemente ante la pelotudez.
De fidelidad férrea y amistad indeleble para los que elegía, La Gabi Borioli (siempre con mayúsculas y pónganse de pie) era una de las personas más contundentes que atravesó el siglo pasado.
Amiga incondicional en los primeros cafés del día (nunca demasiado temprano), y en los últimos whiskys de la noche (siempre bastante tarde), apoyaba femeninamente un atado de fasos sobre la mesa para compartir. Escribimos nuevas definiciones de compañerismo en el España.Córdoba y, desde entonces, ejercitamos la familiaridad cada vez que la historia mandaba. Eso: fuimos familia.
Culta y militante, el teatro y la música, el arte y la amistad, fueron bendecidos por la Borioli que organizó todo lo que atravesó el corazón de esta ciudad. Vestida de negro y, sin cagar a nadie, hizo que las cosas pasen.
Generosa, con ascendente en la ética más pura de la cultura, seguro que en el cielo de los pecadores está rememorando una edición de Fahrenheit con Salzano mientras espera que mi papá le confirme la poda, como cada año, de su algarrobo. Más tarde cantará, como lo hizo en nuestra boda, una de rock nacional con el recuerdo de Billy en la guitarra, y agitará el pecho hinchado de orgullo por su Facundo.
La entrevista con Salzano terminó tan mal que se adoraron para siempre -un término muy de la Gabi- y esa práctica del bardo se repitió con grandes amigos como el Jorge Cuello, Martín Kovensky y Maitena, entre miles. Además están quienes le acompañan en un asado divino como Caloi, Landrú, Fontanarrosa, o Nine entre un millón de historias que deben ser contadas.
La voz de la Borioli, pieza clave y sonido dirigencial de los festivales latinoamericanos de Teatro, el San Martín, el CCE.C, la Ciudad X, Avina Argentina, Cocina de Culturas, La Luciérnaga, o Radio Eterogenia, le hicieron pionera en la enseñanza de la gestión cultural. Hoy se elevan sus enseñanzas como una condición moral para quienes quedamos extrañándola en la mesa del bar.
Un día, más entero y menos herido por este hueco cuya profundidad duele, le haremos justicia en un escrito tan amoroso y corrosivo como era Gabi.
Antes de irnos, apagamos los puchos en el cenicero del R11, el bólido nocturno de la zona sur que tenía un ronquido raro y esa una pequeña renguera, idéntica a la de mi amiga, como metáfora de mil guerras locales compartidas con su jinete.
Se va una de las grandes de Córdoba, capitana indiscutida de adopciones para caídos, propietaria de una ternura capaz de dejarte lacio el pelo a la mañana e incendiar todas las injusticias pendientes con su enceguecedora antorcha del sentido común, un ratito después.
Jamás, pero jamás, me dijo algo que no fuera profundamente cierto.
Jamás me digo que me iba a dejar sólo, como ahora.